Había dejado atrás unos cuantos obstáculos en mi carrera hacia el guayismo (efectivamente esta palabra no existe, pero comienzo y termino aquí mismo una cruzada a favor de su inclusión en el diccionario de la Real Academia, RAE para los amigos), pero, tras mi primer encontronazo con alguien guay, estaba más que claro que todavía no estaba preparado. Iba de camino a la panadería del barrio pensando en mi estrategia y atando cabos cuando me encontré con él:
- ¡Hombre, Extraño Desconocido, cuánto tiempo! – gritó el Teclas sorprendido desde la otra acera mientras corría hacia mí -.
Incliné mis gafas de sol hacia abajo una vez llegó, mirándole por encima de las mismas.
- Teclas, qué sorpresa. ¿Qué haces? - pregunté -.
- He venido a comprar un par de ampliaciones para la granja de hormigas, Extraño - contestó mi amigo como si eso fuese interesante -.
- Y ahora que lo pienso, ¿cómo me has reconocido después de este cambio de look?
- Pues el pelo te lo has cambiado, pero el careto de gilipollas, Extraño, ese nunca cambia. Los genes son los genes y aunque la mona se vista de seda, ya sabes.
- Pues no, Teclas, no sé. - contesté serio -.
- Que mona se queda, macho, que hay que explicártelo todo. Aunque la mona se vista de seda, mona se queda. ¿No te suena la poesía?
- No es una poesía, es un refrán. Además, ¿eso qué coño quiere decir aplicado a esta situación? – pregunté amenazante -.
- Ni idea, pero el caso es que mi madre me lo dice casi cada vez que salgo de casa, por eso he supuesto que quedaría bien decirlo en esta ocasión – contestó el Teclas dubitativo mientras le miraba las tetas a una abuela que pasaba al lado suyo con el carro de la compra -.
- Macho Teclas, eres un enfermo. ¿Todavía sigues mirándole las tetas a las viejas? – contesté sin ocultar mi cara de repugnancia -.
- Extraño, tú mismo decías antes de empezar a intentar convertirte en Don Guay que las viejas siempre llevan los mayores escotes por aquello de que tienen las tetas caídas. – contestó el Teclas no sin su parte de razón -.
- Mira Teclas, paso de que me vean hablando con un pringado como tú, tengo una gran reputación que mantener. Quedamos mejor dentro de diez minutos en el Café Berlín. Cuando llegues siéntate en la mesa de detrás de mí, espalda con espalda, y me hablas tapándote la boca con el cuello de la camisa.
- ¿Pero qué camisa, Extraño?, ¡si sabes que siempre llevo camisetas! Además, ¿no sería mejor hablar por teléfono si lo que quieres es evitar que nos vean juntos?.
- En diez minutos nos vemos, Teclas. – sentencié sin atender a explicaciones; la gente guay tiene sus propias ideas como vosotros ya sabéis -.
Eran menos cuarto en el reloj de pared del Café Berlín cuando me sorprendió un brutal empujón a mi silla que casi me arranca de la misma.
- ¡Uy, perdón! – dijo una nerviosa voz que me pareció demasiado familiar -.
Comprobé que no había nadie, al menos nadie guay en los alrededores, y me giré hacia atrás para propinar a mi amigo una sonora colleja:
- Casi me tiras de la silla, hombre, ten un poco de cuidado. – exclamé en voz baja mientras asestaba mi golpe -.
A partir de ese momento hubo un breve silencio que el Teclas aprovechó para pedir algo de beber. Acto seguido me habló en voz baja cubriéndose con el cuello de la camisa tal y como le había dicho. Era la primera vez que veía al Teclas vestido con camisa, y la verdad es que no le quedaba nada mal. Tampoco nada bien.
- Tienes totalmente olvidada nuestra granja de hormigas - me dijo -. Pulguita y Miguelita están muy tristes, creo que te echan de menos. Ya no consiguen levantar las cáscaras de pipa como antes, no sé, estoy bastante preocupado por ellas.
- Mira Teclas – contesté – lo siento por las hormigas, pero me he dado cuenta de que no estaba llevando la vida que quería llevar. Yo veía a los grandes guays de nuestra sociedad: Cristiano Ronaldo, Hugh Jackman, Bruce Willis, El increíble Hulk... y quería parecerme a ellos y tener sexo, igual que ellos, con mujeres siliconadas sin estudios. Sin embargo, ¿qué hacía para lograrlo? Nada, Teclas, nada. Igual que tú. Nos pasábamos los días sentados observando a nuestras hormigas y apuntando datos de humedad, temperatura y número de cáscaras de pipa arrastradas por minuto, y cuando no hacíamos eso me dedicaba a leer la revista El maravilloso mundo de las mariposas e intentar memorizar todas las variedades de cada uno de esos insectos. ¡Qué tonto fuí!
- Pero éramos felices, Extraño – en su tono de voz se apreciaban tristeza y nostalgia a partes iguales -. No teníamos silicona, pero teníamos enormes escotes arrugados. No teníamos fama, pero teníamos nuestra colección de sellos del Peloponeso. Además de eso, que rima con Peloponeso, nos teníamos el uno al otro. Ahora, sin embargo, los dos nos hemos quedado solos. Tú en tu carrera por convertirte en alguien guay y yo en la mía por seguir fiel a mis principios y no abandonar a Pulguita y las demás.
En aquel momento y como si de una película romanticona se tratase, comenzó a sonar una canción cualquiera de la banda sonora de Titanic. Noté cómo se erizaban tres de los pelos de mi brazo. Seguíamos hablando espalda con espalda, cubriendo nuestras caras de manera que nadie sospechase que estábamos conversando juntos.
- Olvida a las hormigas por un tiempo, Teclas - le dije -. Si no lo haces ahora, algún día te darás cuenta de que eres un pringado por su culpa y acabarás odiándolas y les arrancarás las antenas para hacer apuestas con tu padre mientras luchan entre sí. Conviértete como yo en una persona guay, sométete a esta sociedad y acaba depilándote el pecho como los metrosesuales esos - esta última frase la pronuncié en voz alta mientras me levantaba de la silla, presa de la emoción -.
- ¿Y qué ganaría yo con eso, Extraño? – preguntó el Teclas escéptico -.
- Por fin te sentirías aceptado y, sobre todo, conseguirías ligar sin pagar por ello enormes cantidades de dinero. Teclas, pásate a mi bando y serás feliz. Todavía estás a tiempo. Mira, te voy a dar la tarjeta de un peluquero buenísimo. Mañana vas allí y le dices que vas de parte de Don Guay y que necesitas urgentemente un cambio de look. Cuando lo hayas hecho me llamas y quedamos para dar el paso siguiente de mi lista: ir al gimnasio.
- De acuerdo – dijo el Teclas ahora más optimista -. Puede que tengas razón, no lo niego. Te voy a dar una oportunidad, Extraño Desconocido. Total, como dice la poesía: donde no hay ganancias todo son pérdidas.
El Teclas volvió a empujar mi silla al levantarse y salió de la cafetería a toda velocidad, visiblemente emocionado tras la conversación. Yo seguía pensando en la poesía del Teclas cuando apareció la camarera como por arte de magia y, con una sonrisa en la cara, me dijo:
- Bueno, supongo que el ron con cocacola de su amigo lo pagará usted, porque él se ha ido sin pagarlo...
- Mira Teclas – contesté – lo siento por las hormigas, pero me he dado cuenta de que no estaba llevando la vida que quería llevar. Yo veía a los grandes guays de nuestra sociedad: Cristiano Ronaldo, Hugh Jackman, Bruce Willis, El increíble Hulk... y quería parecerme a ellos y tener sexo, igual que ellos, con mujeres siliconadas sin estudios. Sin embargo, ¿qué hacía para lograrlo? Nada, Teclas, nada. Igual que tú. Nos pasábamos los días sentados observando a nuestras hormigas y apuntando datos de humedad, temperatura y número de cáscaras de pipa arrastradas por minuto, y cuando no hacíamos eso me dedicaba a leer la revista El maravilloso mundo de las mariposas e intentar memorizar todas las variedades de cada uno de esos insectos. ¡Qué tonto fuí!
- Pero éramos felices, Extraño – en su tono de voz se apreciaban tristeza y nostalgia a partes iguales -. No teníamos silicona, pero teníamos enormes escotes arrugados. No teníamos fama, pero teníamos nuestra colección de sellos del Peloponeso. Además de eso, que rima con Peloponeso, nos teníamos el uno al otro. Ahora, sin embargo, los dos nos hemos quedado solos. Tú en tu carrera por convertirte en alguien guay y yo en la mía por seguir fiel a mis principios y no abandonar a Pulguita y las demás.
En aquel momento y como si de una película romanticona se tratase, comenzó a sonar una canción cualquiera de la banda sonora de Titanic. Noté cómo se erizaban tres de los pelos de mi brazo. Seguíamos hablando espalda con espalda, cubriendo nuestras caras de manera que nadie sospechase que estábamos conversando juntos.
- Olvida a las hormigas por un tiempo, Teclas - le dije -. Si no lo haces ahora, algún día te darás cuenta de que eres un pringado por su culpa y acabarás odiándolas y les arrancarás las antenas para hacer apuestas con tu padre mientras luchan entre sí. Conviértete como yo en una persona guay, sométete a esta sociedad y acaba depilándote el pecho como los metrosesuales esos - esta última frase la pronuncié en voz alta mientras me levantaba de la silla, presa de la emoción -.
- ¿Y qué ganaría yo con eso, Extraño? – preguntó el Teclas escéptico -.
- Por fin te sentirías aceptado y, sobre todo, conseguirías ligar sin pagar por ello enormes cantidades de dinero. Teclas, pásate a mi bando y serás feliz. Todavía estás a tiempo. Mira, te voy a dar la tarjeta de un peluquero buenísimo. Mañana vas allí y le dices que vas de parte de Don Guay y que necesitas urgentemente un cambio de look. Cuando lo hayas hecho me llamas y quedamos para dar el paso siguiente de mi lista: ir al gimnasio.
- De acuerdo – dijo el Teclas ahora más optimista -. Puede que tengas razón, no lo niego. Te voy a dar una oportunidad, Extraño Desconocido. Total, como dice la poesía: donde no hay ganancias todo son pérdidas.
El Teclas volvió a empujar mi silla al levantarse y salió de la cafetería a toda velocidad, visiblemente emocionado tras la conversación. Yo seguía pensando en la poesía del Teclas cuando apareció la camarera como por arte de magia y, con una sonrisa en la cara, me dijo:
- Bueno, supongo que el ron con cocacola de su amigo lo pagará usted, porque él se ha ido sin pagarlo...